
También el monte se adorna en Navidad.
CIMAS, CITAS, RUINAS, RECUERDOS, FOTOS
En Punta Vernera, una casa sencilla y oxidada emerge entre las nieblas del Pirineo oscense. En el Olotoki, en la sierra de Areta, un cilindro rojo anuncia la llegada a la cumbre, apenas un claro entre los hayedos que trepan por la ladera. En el Mortxe, el buzón está arropado por un pañuelo que se agita con los vientos procedentes del Sarbil.
En la cima del Beoain, un recipiente de colores llamativos protege las tarjetas de los montañeros del viento cortante que barre las Malloas. En el Mendieder, el buzón es apenas un cilindro metálico escondido entre la hierba. El del Iramendi se encuentra en un pequeño claro del hayedo que cubre la cima. El del Achar de Alano pone a prueba su vértigo en las imponentes paredes del entorno.
En Montejurra, un buzón puntiagudo domina a la vez el paisaje y la historia. Una reproducción del castillo de Javier recibe a los montañeros en la Mesa de los Tres Reyes. En Laplana, una de las cumbres de la sierra de Codés (Navarra), un montañero recoge setas sobre un mapa de Euskalherria dominado por un roble. En Peña Izaga, una inofensiva tienda de campaña adorna la cima.
Un caserío oxidado guarda las tarjetas de los montañeros en la cima del Legate, en el Baztán. El buzón del Lákora también está inspirado en la arquitectura rural. En el Irumugarrieta, un reluciente cilindro metálico sustituyó a la vieja Amanita muscaria. Y en la cima de Lapaquiza, una casita con tejado rojo a dos aguas se asoma a la vez al valle de Linza y al Rincón de Belagua.
El buzón recién estrenado del Castillo de Acher parece inspirado en la arquitectura de una pequeña iglesia rural: todo un desafío en esta época de laicismo rampante. En el Iturrumburu, una figura con gafas y chapela saluda a los montañeros. El hacha es un elemento muy común en el mobiliario austero y expuesto de las cumbres: esta se encuentra en Altxueta, vigilando el santuario de San Miguel de Aralar. El pequeño pozo metálico que cierra la serie adorna la cumbre del Iparla; Francia se extiende a sus pies.
"Ser escalador significaba formar parte de una sociedad rabiosamente idealista e independiente, que pasaba inadvertida y era del todo ajena a la corrupción del mundo en general", dice Jon Krakauer al comienzo de su trepidante relato sobre la tragedia del Everest de 1996. Parece una reflexión sincera, pero quizá sea también una excusa y un deseo.
(En la imagen, A desciende del Espelunca enfrentado a la mole de la Ralla de Alano. Al fondo a la derecha, el Peñaforca)