viernes, 20 de abril de 2012

Una vida valerosa



“Aquí ha vivido los últimos días de su vida valerosa”, dice el epitafio que recuerda al espeleólogo Marcel Loubens en un discreto rincón de la frontera navarra con Francia. El “aquí” es bastante preciso, ya que la placa se encuentra junto a la entrada principal de la sima de San Martín, una de las mayores cavidades del mundo. El ingeniero José Antonio Juncá Ubierna detalla en el libro Bajo el suelo de Navarra que la sima tiene un desnivel máximo de -1.342 metros y que el conjunto incluye más de 50 kilómetros de galerías y una sala, La Verna, donde cabría sin ningún problema el estadio de Reyno de Navarra. El complejo se encuentra bajo el macizo de Larra, en la cabecera del valle de Belagua, a ambos lados de la muga. La piedra caliza que lo acoge es del cretácico superior, lo que supone que ese intrincado laberinto de túneles, cavidades y ríos subterráneos se formó hace miles de años. Sin embargo, sólo ha pasado medio siglo desde que el interior de la sima empezó a ser conocido. Isaac Santesteban, uno de los pioneros de la espeleología en Navarra, ha explicado alguna vez que los franceses empezaron a trabajar en el subsuelo de Larra en 1900. Exploraron primero desfiladeros como el de Kakouetta y entre 1934 y 1939 llegaron en sus prospecciones a la parte alta del macizo. Durante los años de la II Guerra Mundial, con Francia ocupada por los nazis, las expediciones se sirvieron de la vertiente española. Poco después de la contienda se descubrió el acceso a la Sima de San Martín. Era 1950. Los espeleólogos Georges Lepineux, Max Cosyns y Ochialine se habían sentado a descansar en un rincón cercano a la frontera cuando vieron salir una corneja en pleno vuelo de lo que parecía un muro de piedra más o menos liso. Los tres especialistas sabían que las cornejas tienen la costumbre de anidar en grandes cavidades y se acercaron expectantes al muro. Encontraron un pozo que parecía bastante profundo y empezaron a descolgarse con el material que llevaban encima. Pero las cuerdas se les acabaron mucho antes de alcanzar el fondo. Con ayuda de una sonda calcularon que el suelo se encontraba a más de 300 metros de profundidad. En 1951 volvió a la boca un potente grupo francés del que formaban parte el vulcanólogo Haroun Tazieff y Marcel Loubens, un prometedor espeleólogo de 28 años que se había formado con el legendario Norbert Casteret. Utilizaron para el descenso una polea movida a pedales por la que hicieron pasar un cable de acero de cinco milímetros de grosor y 400 metros de longitud. Georges Lepineux fue el primero en introducirse por el agujero. Iba envuelto con un apretado correaje de paracaidista. Cuando pisó el suelo una hora y media después de haberse despedido de sus compañeros en el exterior, había pulverizado el récord mundial de descensos verticales: se encontraba a -346 metros. En la expedición que se organizó al año siguiente murió Marcel Loubens, el 15 de agosto de 1952. Aquel mismo día fue testigo de una de las grandes epopeyas del montañismo navarro: en torno a doscientos aficionados caminaron cerca de doce horas para asistir a misa y a la bendición de una estatua de San Francisco Javier en la Mesa de los Tres Reyes, no muy lejos de donde los compañeros de Loubens trataban inútilmente de izar su cadáver al exterior. Al final optaron por improvisar un mausoleo en el fondo de la cueva. Allí descansó el cuerpo hasta 1954. Loubens no es el único fallecido en la cavidad pirenaica. El 24 de julio de 1971 murió en el interior de la sima Féliz Ruiz de Arkaute Van der Stuken, belga y español, que se había formado en Lovaina y que había conocido a Loubens. También él tiene una placa junto a la entrada original de la cueva –desde 1960 hay otra­ mucho más cómoda– con un mensaje sugerente: “El eslabón no es nada, lo que cuenta es la cadena”.