El collado sur del Everest es una plataforma exigua e inhóspita donde las expediciones toman el último aliento antes de asaltar el techo el mundo. Se encuentra a 7.986 metros de altitud. El frío y la falta de oxígeno obligan a dosificar muy bien todos los esfuerzos. El 24 de septiembre de 1992, cuando ya oscurecía, se reunieron allí cerca de una treintena de montañeros de diferentes países. Unos y otros se instalaron en sus minúsculas tiendas de campaña y compartieron un poco de té, unas pastillas de chocolate o unas galletas mientras buscaban algo de calor en sus sacos de pluma. Apenas tenían unas horas para descansar. Las últimas luces auguraban buen tiempo para el día siguiente.
Iñaki Ochoa de Olza esperaba en su tienda con una mezcla de vértigo e ilusión, como todos los demás. Tenía entonces 24 años y sus dos expediciones al Himalaya —Kangchenjunga y Makalu— se habían resuelto sin el premio de la cima. “La montaña es un camino a seguir en la vida”, había explicado a los periodistas antes de partir de Pamplona rumbo al Everest. No era una afirmación pretenciosa sino un resumen del rumbo que ya empezaba a tomar su biografía. En aquel momento, Iñaki conocía perfectamente los Pirineos y los Alpes, y había completado varias vías muy meritorias en Yosemite, un paraíso para los aficionados a la escalada. También había convivido de forma estrecha con la tragedia. El 23 de julio de 1989 murió en las agujas de Ansabere su amigo Rafael Goñi Erice. Dos semanas antes, los dos se habían enfrentado con destreza y desparpajo a la pared principal del Naranjo de Bulnes, en los Picos de Europa. Y el 30 de mayo de 1990 falleció en el Meru Nord, en el Himalaya de la India, su admirada Miriam García Pascual, de quien había aprendido mucho —según contaba—, tanto en lo deportivo como en lo personal. “¿Has pensado en la posibilidad de sufrir un accidente mortal en la montaña?”, le habían preguntado en una entrevista a Miriam poco antes de su fallecimiento. “Es algo que tengo completamente asumido —respondió—. No tengo asumido el dolor que eso pueda causar a la gente: eso es lo que me da más miedo”. Iñaki Ochoa de Olza hizo suya aquella contestación y la repetía con las mismas o parecidas palabras cuando alguien le recordaba el riesgo creciente que iban acumulando sus andanzas por el Himalaya.
Sin embargo, aquel 24 de septiembre de 1992 sólo había motivos para el optimismo. A las doce de la noche, Iñaki salió de su saco de dormir, se calzó las botas y fue repasando el equipaje medido y escaso que llevaría en la mochila. En el exterior de la tienda, las voces en distintos idiomas se mezclaban con el tintineo de los mosquetones y el crujido del hielo bajo las puntas afiladas de los crampones. Con él intentarían la cima Juan Mari Eguíllor, Pitxi, un veterano del montañismo navarro, y Patxi Fernández Elizalde, un arquitecto que trabajaba entonces en el Gobierno de Navarra. Los tres formaban parte de la expedición Bex Everest 92, un grupo con relativa experiencia en Nepal que se había consolidado con ocasión de un asalto anterior al Cho Oyu. Subiría además con ellos el sherpa Ang Rita, el mismo que en 1979 había acompañado al equipo dirigido por Gregorio Áriz hasta la cima del Dhaulagiri, el primer ochomil del alpinismo foral.
El Dhaulagiri… Como tantos otros adolescentes que empezaban a descubrir la montaña, Iñaki vibró con aquel triunfo colectivo: asistió a las sucesivas proyecciones del documental que grabaron los pioneros del Himalaya, hojeó con unción las páginas del libro editado por la Caja de Ahorros y siguió con interés las andanzas sanfermineras de Ang Rita, que fue invitado a conocer Pamplona entre el 7 y el 14 de julio de 1980. Con apenas trece años, no podía sospechar que aquellas celebraciones y aquellos episodios eran en realidad los cimientos de su futura trayectoria en las grandes cumbres del mapamundi. Menos aún podía imaginar entonces que Ang Rita –un nepalí sonriente y enjuto que se negó a subir a cualquier ascensor mientras permaneció en Pamplona— acabaría compartiendo con él los últimos metros del Everest.
Hubo un cierto momento de indecisión y egoísmo en aquella medianoche ya lejana del collado sur. El Everest se encontraba a sólo unas horas, pero había que avanzar hacia la cumbre sobre un manto de nieve espeso e incómodo. Había por tanto que abrir huella, y nadie quería asumir ni la responsabilidad ni el desgaste que eso suponía. “Estaba todo el mundo atento, a la espera de que alguien se arrancase”, contaría después Patxi Fernández. Y en aquella tesitura, fue Iñaki Ochoa de Olza quien acabó tomando la iniciativa: “No me importó —relataría en una entrevista, ya de vuelta en Pamplona—. Me sentía seguro, muy fuerte y con una confianza plena en nuestras posibilidades”. Le movían su excelente preparación física y su deseo de alcanzar la cumbre, pero toda la historia del montañismo foral le empujaba de algún modo hacia arriba: había habido alpinistas navarros en la expedición vasca al Everest de 1980 y en un proyecto patrocinado por Televisión Española en 1987, Mari Abrego y Josema Casimiro lo habían intentado hasta en cuatro ocasiones con distintos compañeros de viaje, y Juanjo Navarro se había dejado la vida junto al collado norte en 1985. Probablemente, Iñaki recordaría esos antecedentes frustrados mientras se dirigía pletórico hacia la cumbre. El Everest estaba ahí, a la vuelta de la esquina. Era su cima y era además el final de un recorrido que había empezado medio siglo antes, cuando los primeros socios del Club Deportivo Navarra se asomaban a la barandilla de la Media Luna y elegían sus objetivos en el horizonte quebrado de la cuenca. “Era impresionante verle abrir huella en la nieve”, resumirían después la escena Patxi Fernández y Juan Mari Eguíllor.
Pero hubo un contratiempo. Iñaki se había colocado la linterna frontal por encima de las gafas de altura y, como no acababa de ver bien, se quitó momentáneamente las gafas. “Aquello fue lo que me perdió —explicaría después—. Había mucho viento. Me daba por el lado izquierdo y se me empezó a helar el cristalino. Al principio empecé a ver como una niebla en vez de las estrellas que hasta entonces había tenido por encima. Pensé que qué mala suerte. Pronto me di cuenta de que aquello era cosa de mi ojo”. Un poco más adelante, la “niebla” se convirtió en una oscuridad casi total en el caso del ojo izquierdo. Se encontraba a 8.500 metros de altitud y la cima estaba muy próxima, pero Iñaki sabía que la lesión del cristalino sólo se iba a reducir si perdía altura y se protegía del frío. Y eso fue lo que hizo.
Patxi Fernández y Juan Mari Eguíllor continuaron hacia el escalón Hillary —la última dificultad técnica del recorrido— y alcanzaron la cumbre a las 15.00 horas. Eran los primeros navarros que coronaban el Everest. Poco después se les unieron los hermanos Félix y Alberto Iñurrategi. Era ya demasiado tarde y todos emprendieron el descenso tras intercambiar apresuradamente fotos y abrazos. A Juan Mari Eguíllor también se le empezó a helar el cristalino y, como ya anochecía, optaron por hacer un vivac a 8.700 metros, una altitud en la que cada minuto es una cuestión de estricta supervivencia. En cuando hubo algo de luz reemprendieron la marcha. Llegaron absolutamente desfondados al campamento base, con congelaciones muy serias en las manos y en los pies. Allí se reencontraron con Iñaki Ochoa de Olza, que ya había empezado a recuperar la visión en el ojo izquierdo y que se desvivió por sus compañeros hasta que un helicóptero los trasladó a Katmandú. “Estuvo junto a nosotros todo el rato —explicaron después—. Nos hablaba, nos daba agua, nos ponía bien las mascarillas… Fue maravilloso”. El buen tiempo se mantuvo y los otros tres miembros de la expedición navarra (Pedro Tous, Juan Tomás y Mikel Repáraz) organizaron un segundo asalto a la cima que también se saldó con éxito. Todos volvieron a casa con la cumbre, salvo Iñaki.
Lo sucedido hace 16 años en el Everest revela el potencial físico que ya entonces albergaba Iñaki de Ochoa de Olza, y dice mucho de su prudencia o de su carácter generoso. Pero hay más: el episodio ayuda a entender el modo en que se fue encadenando su trayectoria deportiva a partir de aquel momento y explica la epopeya de estos últimos días en el Annapurna. Cuando aquel 25 de septiembre de 1992 Iñaki se dio la vuelta después de haber estado abriendo huella para sus compañeros y para todos los que venían detrás, en realidad estaba inaugurando la ruta que le ha permitido conquistar doce de los catorce ochomiles y el cariño de tantos alpinistas de todo el mundo.
Hace año y medio, con ocasión de la muerte de cuatro montañeros navarros en el Pirineo, Iñaki Ochoa de Olza expuso algunas reflexiones sobre el altísimo tributo que se cobran las cumbres y sobre su propia relación con el riesgo. Decía entonces que el afecto o la amistad que le unían a determinadas personas se asentaban en buena medida en su afición al monte: “Me quieren como soy. Y soy como soy porque voy al monte”.
En el campo base del Annapurna, a muy pocos metros de donde ha fallecido, hay una piedra que tiene grabado un proverbio sánscrito. Lo esculpió un cantero nepalí por encargo de la madre de Alex McIntyre, un montañero británico fallecido en el Annapurna en 1982. El proverbio dice así: “Es mejor vivir un día como un tigre que cien días como un cordero”. A Iñaki Ochoa de Olza le gustaba mucho la frase, seguramente porque era un resumen de su propia vida. “Los alpinistas no vamos al monte a matarnos –afirmó en una entrevista—. Vamos en busca de vida, de energía. A mí me encantaría que el riesgo de accidentes se redujera a cero, pero a la vez tengo muy claro que prefiero vivir como un tigre. Prefiero una vida intensa, plena y llena de vida a pasar durante años y años sin pena ni gloria”.
(Publicado en Diario de Navarra el 25 de mayo de 2008)
domingo, 25 de mayo de 2008
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7 comentarios:
Precioso. Gracias, Javier, por este emotivísimo perfil de Iñaki.
¡Hasta siempre, tigre Iñaki!
Emocionado. Leyendo el texto te das cuenta de la grandeza de ambos (montañero y escritor) y de la grandeza y peligrosidad de la montaña.
Gracias, Javier.
Hasta siempre, Iñaki.
Una semblanza estupenda.
Estos días estoy descubriendo a un tipo que ha sido esencial y generoso como pocos.
Lástima que se haya ido.
DEP
Gracias, Javier.
Emocionante. Durante el viaje por Islandia, Josu me habló dos veces de Iñaki. Me contó dos cosas muy buenas sobre él. Después nos llegó la noticia.
Una de esas dos cosas: entre los montañeros españoles que han ido diez, veinte o cuarenta veces al Himalaya, Iñaki era probablemente el único que se había tomado la molestia de aprender nepalí para hablar con los locales. Eso dice mucho.
Magistral Javier
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