lunes, 3 de mayo de 2010

El Aleph



A veces las cumbres tienen algo de aquel Aleph que da título a uno de los cuentos de Jorge Luis Borges. El montañero disfruta con la recompensa inmediata del paisaje y con el sabor del esfuerzo, pero esas sensaciones conducen a otras y, como en aquella “esfera tornasolada” que podía descubrirse en la parte inferior de uno de los escalones que descendían al sótano de Carlos Argentino Daneri, “cada cosa” de la cima “es a la vez “infinitas cosas”: el recuerdo de las subidas anteriores, los planes amasados durante días, la amistad de los ausentes, la nueva perspectiva que adquieren los problemas de siempre, el asombro, la novedad, la nostalgia, el futuro, la gratitud, “el inconcebible universo”. Claro, que habría que ser Borges para explicarlo con palabras más precisas o más elocuentes: “Vi el populoso mar –escribió él de su Aleph–, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.

(En la imagen, J y G disfrutan de su pequeño Aleph montañero en la antecima de San Donato)

4 comentarios:

eresfea dijo...

Ahí, ahí.

Nahum dijo...

Al leerte, casi me dan ganas de subir algún día una montaña...

Marta dijo...

Sacudíte, Alberto, sacudíte. Y arriba, arriba: "algún día" no vale. Fija fecha que seguro que te llevan :)
Pocas cosas debe haber mejores que llegar a una cima...

Lamia dijo...

Tus palabras siempre despiertan en mi la nostalgia de la infancia. ¡Cuántas veces habré excrutado la cima de San Donato desde el otro lado de la Barranca¡ La luz llega de tu mano cuando contemplo el paisaje de mi niñez y primera adolescencia.