Caminar hacia una cumbre conocida es ir tropezando con los recuerdos casi siempre buenos de las ascensiones anteriores: el hornillo de J en medio de una ventisca, el recodo despejado donde M anunció que iban a adoptar un niño, las camisetas tendidas al sol después de la repentina tromba de agua, la broma sugerente de R ya cerca del coche, la tortilla de patatas que I extrajo sorpresivamente de su mochila, la larga e insólita conversación sobre la esperanza... Es el pasado, que a veces alegra y desdibuja los mapas del presente. Hay incluso quien busca esos recuerdos de forma deliberada. En Retorno a Brideshead, su novela más celebrada, Evelyn Waugh conduce a los dos protagonistas del relato hasta una de las campiñas que rodean la Universidad de Oxford. Charles Ryder y Sebastian Flyte conversan a la sombra de unos olmos, comen fresas, beben el vino que llevan consigo, comparten unos cigarros turcos y se tumban felices sobre la hierba. Uno de ellos resume así el alcance de ese momento: “Me gustaría enterrar un objeto precioso en cada lugar donde haya sido feliz y, cuando sea viejo, feo y triste, volver para desenterrarlo y recordar”. Pues eso.(La foto está tomada en Andía, cerca de los altos de Goñi. Al fondo se distingue la cima de San Donato. Un lugar apropiado para desenterrar y recordar)




